Cuando llegó el orador no serían más de las doce del mediodía de un sábado cualquiera del mes de julio. Se subió a la tarima que había preparada para las fiestas, con su traje de lino blanco y su panamá y tocó insistente un silbato hasta que logró llamar la atención de todos los vecinos, que una vez congregados, cuchicheaban curiosos sin saber a qué venía aquello, y entre ellos, mis amigos y yo, que no éramos más que unos jovenzuelos dispuestos a abuchear al sujeto o a lanzarle algún tomatazo en caso de no resultar convincente en su discurso. Y cuando menos nos lo esperábamos, soltó a voz en grito como un preludio, con mucha solemnidad, elevando la cabeza y un brazo como si clamara al cielo: “¡El veraaano!.. es aquello que se espera durante todo el laaargo y frío invierno… ¡Es la caricia del soool a orillas del mar!.. y no la chicharrera que cae a plomo en mitad de los secarrales… Es la arena de la playa donde las muchachas y los muchachos comparten ester...