No tuve más remedio que saltar. El anillo de fuego me rodeaba y solo me quedaba el abismo, así que me lancé al vacío y circundé con mis labios su boca. Sentí un vértigo eléctrico durante el descenso, necesidad de gemir y acelerar la respiración. No pude evitar contusiones extrañas, ligeros espasmos, pérdida de fluidos... La caída fue perfecta. Agotado sobre un lecho de pieles sudorosas, fui recuperando poco a poco el ritmo normal de mis pulsaciones, y allí frente a mí, el abismo infinito de belleza incomparable, me observaba con esa mirada de sensaciones recíprocas que henchían mi cuerpo de una felicidad harto perseguida, convirtiéndome en un ser completamente realizado. Ya podía llegar el fín del mundo. Nada quedaba comparable con aquel momento, nada excepto repetirlo si al final el mundo no se acaba.