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EN MÉXICO, MI GENERAL, EN MÉXICO...




     El viejo general creyó haber cerrado el círculo, digamos estar a salvo, en su chalet de madera en los Alpes Suizos. Habían pasado ya tantos años que incluso él había olvidado todo suceso trágico del que alguna vez hubiera sido responsable o consentidor. Sí, su muerte se presumía plácida, en su casa, en su cama, rodeado de su familia; solo tenía que dejarse llevar por la debilidad, que ya empezaba a ralentizarle el pulso y le aplastaba como una manta de piedra. 
   Todo parecía ir bien, como cuando uno se muere sin remordimientos, en paz, hasta que en el desvarío que pueda producir la falta de riego sanguíneo comenzó a reconocer los rostros de las personas que empezaban a ocupar cada rincón de su habitación. Porque, aunque no los hubiera conocido en persona, sabía perfectamente quienes eran; y cada vez llegaban más. 
     En un intento vano quiso llamar a su esposa, pero los labios no se despegaron, la lengua no respondió ni pudo abrir la boca, alguien le había puesto un pañuelo anudado para que no se le descolgara la mandíbula. La habitación se llenó de gente y ya casi no podía respirar. La mayoría eran muy jóvenes, se diría que con toda la vida por delante, con proyectos, ilusiones. "Buenas tardes, General ¿acaso creyó que lo íbamos a dejar acá, tan lejos?" "¿Cómo cree? Nosotros no le olvidamos así nomás...". El corazón del viejo general latió con violencia durante unos segundos hasta que paró en seco. Entonces las muchachas y los muchachos lo agarraron de los brazos y se lo llevaron como quien va de fiesta, sumidos en la algarabía, y sus voces resonaron como un eco lejano que le trajo a la memoria el recuerdo de otro tumulto. 
    Y por primera vez, y después de muerto, comenzó a tener miedo. "¿Cómo lo ve, mi General? En México le esperan todos los demás." "El viejo creyó que le íbamos a olvidar ¿cómo no?" "En México, mi General, en México..." 


Ana Tomás García





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