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LA SUERTE DE UNA CAJERA

Mi artículo La suerte de una cajera en el periódico digital Almería 360 LA SUERTE DE UNA CAJERA 


LA SUERTE DE UNA CAJERA

 

     Patatas, leche, yogur, croquetas, macarrones… Los productos viajan por la cinta y la cajera los va pasando por el lector. A menudo teclea por dos, o por seis, depende de las cantidades, y eso la saca de la maniobra rutinaria, supongo. Algunos clientes también la saludan y le dan conversación. Personas conocidas, vecinas de toda la vida, viejos amigos, gente simpática, o al menos, amable. Por lo general le comentan lo agustito que está, la suerte que tiene, tan fresquita, o calentita, con la que está cayendo afuera, esos treinta y cinco grados a la sombra, o ese viento helado que corta. Y ella sonríe y asiente, y les dice: “Es verdad, qué suerte tengo…” porque la suerte, así dicha, no es buena ni mala, es ambigua, vale para ambas opciones, y mientras los demás creen que es la buena, la cojonuda, y la felicitan por ello con todo el cariño, o la envidia, vayan ustedes a saber, ella no sabe si reír o llorar; no sabe si estar fresquita cuando caen treinta y cinco grados a plomo, o estar calentita cuando el viento corta, la protege de la estupidez humana, de la poca empatía, de la crueldad, del abuso, de la ignorancia, de la falta de respeto, del dolor ajeno y del suyo propio. Porque con frecuencia, cada vez con más frecuencia, se tiene que convertir en el árbitro dentro del ring, o en el blanco de la diana, que también, porque el señor mayor al que le toca atender le pide amablemente a un fulano que guarde por favor la distancia de seguridad, y el fulano lo manda al quinto pino y más allá, pero con malas palabras, y el señor mayor le pide un poco de respeto, y el fulano levanta el puño, tal cual, con actitud amenazadora, y ella no puede permitirlo, porque es humana, de las de sentimientos y eso, y los ojos impotentes del señor mayor y su expresión de derrota claman a los cielos y al mismísimo infierno, y tiene que mediar, y buscar la paz para poder seguir durante las horas que le quedan todavía por delante, y hablarle al fulano como si fuera un idiota que no entiende nada, a cucharadas con avioncito y todo para que se relaje, solo porque se le ha pedido que guarde la distancia de seguridad, y ser más simpática si cabe con el señor mayor para infundirle un poco de ánimo, aunque todo eso suponga restarle energía a su mente y a su cuerpo. Pero es que, una vez resuelto el entuerto, no se lo pierdan, después de unos minutos sin conflicto, un niño de seis años, desde el carro lanza los productos de la compra, literal, para que aterricen sobre la cinta transportadora ante los ojos impasibles de su amantísima madre. “Bonico, las natillas se van a romper…”, y su madre: “Nene, ten cuidado” pero todo sigue volando y aterrizando de aquella manera sobre la cinta. “Bonico, si yo fuera tu madre, esta tarde no te daba natillas para merendar, me las comería yo…”, y se lo dice por suavizar, por no mandarlos a freír espárragos, y el angelito, con su voz infantil de seis años, le suelta: “Me da igual, hijaputa”, así, sin endulzar, y la ceja de la cajera se enarca logrando un gesto imposible, y la amantísima madre, con un: “¡Ay, ay, ay, lo que ha aprendido este niño con esto de no haber escuela! Con lo bueno que es…” se queda tan pancha, y ya está todo dicho, y los que estamos en la cola, con la indignación propia, damos instrucciones en voz alta de lo que hay que enseñarle al niño, y la madre ni colorada, oigan, y en eso, una señora pasa apresurada con la mascarilla bajada y se le pide amablemente que se la coloque en su sitio, y suelta por su boca, a voz en grito, como si fuera una predicadora indignada y enfurecida, que somos todos una panda de  cobardes, que no le da la gana de ponerse bien la mascarilla, que ella no vive con miedo, que todo es mentira, que se morirá cuando le salga del potorro y santas pascuas, y ella, la cajera, que solo lleva media hora en su puesto, ya no sabe si tirarse al cuello del niño, o al de la madre que lo parió, o al del fulano, o al de la tipa de la mascarilla, o darse testarazos contra la caja registradora, pero se debe a su sueldo y a su necesidad, y sigue pasando productos por el lector y despachando gente, que cuantos más despache, menos quedan, o al menos, eso le parece.

     Y así todos los días, sí; sonríe y dice: “Qué suerte tengo…”.


Ana Tomás García

@anniebuonasera




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