De haberlo sabido habría dejado las jirafas allí, en Kenia, que es donde
deberían estar, pero se veían tan bonitas asomando por la ventana del hotel,
tan elegantes y parsimoniosas, que me dejé llevar, y el último día de
vacaciones, sin que nadie se diera cuenta, las doblé meticulosamente y las
metí, a duras penas, en mi maleta, salí con premura del hotel y le reí las
gracias al taxista, que bromeando me preguntó que si había matado a alguien y
me marchaba con el cuerpo del delito a cuestas. En el aeropuerto no tuve
problemas porque cobijé bien las cabezas y las pezuñas entre mi ropa de
estampado animal, vestidos de cebra y blusas de leopardo, y el estampado de
jirafa no llamó la atención. Eso sí, temí que durante el viaje se les acabara
el oxígeno, porque un trayecto de catorce horas se tiene que hacer muy pesado
dentro de una maleta con semejante tamaño, pero decidí dejarles unos
centímetros de cremallera abiertos, y eso, creo yo, les salvó la vida; eso y el
hecho de que los operarios encargados del equipaje la dejaran para la última y
la colocaran en un rincón de la bodega sin nada encima. Lo que más nerviosa me
puso fue el comentario de una azafata, que nada más subir al avión, y antes de
indicarme mi asiento, me dijo muy seria: “Huele a jirafa…” y yo, con una risa
nerviosa le dije: “Seguramente, no me he duchado en tres días…” y me dedicó un
mohín de desagrado mientras siguió atendiendo al resto del pasaje. Al llegar
tampoco hubo problemas, pero me comía el ansia viva por llegar a casa y sacar a
aquellas pobres criaturas de su encierro, tendrían mucha sed, y hambre, y
estarían arrugadas. Por eso cuando pude
por fin estirarlas con cuidado y colocarlas junto al chester color esmeralda, y
ver sus figuras tan esbeltas, y los últimos rayos de sol de la sabana aún
desprendiéndose de sus cuerpos, complementando de manera tan precisa los
motivos del papel de la pared, no pude por más que caer rendida ante la belleza
tan majestuosa que irradiaban. Pero aquella estampa duró poco. Enseguida
empezaron a mirar extrañadas en derredor, a clavar sus miradas en mí, como
acusándome de algún delito terrible, y yo intenté explicarles que quedaban
estupendas donde estaban, que ya nunca más tendrían que asomarse a las ventanas
del hotel a saludar a clientes que no las valoraban como se merecían; que desde
ese momento eran las reinas del salón de mi casa y no unas jirafas de tantas
que cualquiera podría encontrarse por allí en Kenia; pero no entraron en razón
y lo primero que hicieron fue comerse todas las plantas que la vecina del
quinto había cuidado con tanto esmero mientras yo estaba fuera para que no se
me marchitasen; a continuación fueron los cojines, que al ser de fibras naturales
con tinte vegetal les resultaron muy nutritivos; se comieron la alfombra, solo
por molestar, y no sé de qué manera se enteraron, pero llegaron a la nevera y
me dejaron sin mis provisiones de lechuga y zanahorias. Me he visto en la
obligación de tenerles la bañera llena de agua permanentemente para que sacien
su sed, también de comprar verduras directamente del mercado central como si
fuera mayorista, y encima me tienen amenazada, no puedo echarlas de casa, ni
puedo denunciarlas, podría incurrir en un delito de secuestro, apropiación de
patrimonio, robo, yo qué sé, no conozco las leyes keniatas; estoy realmente
asustada y arrepentida, ellas lo saben, pero se han acomodado y al final les
gusta estar junto al chester color esmeralda. Pero sobre todo les encanta ver
cómo, sin necesidad de mucho alboroto, se hace justicia.
Ana Tomás García
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