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Se llamaba Omaira



     Se llamaba Omaira y vivía a los pies de un volcán llamado Nevado del Ruíz. Aquel día de noviembre de mil novecientos ochenta y cinco nadie pudo presagiar la magnitud de la tragedia (aunque siempre quedó la sospecha de que sí se hubiera podido hacer algo más, porque no se dio voz de alarma, ni había siquiera planes de evacuación aún a sabiendas de la actividad del volcán por aquellos días), y la práctica totalidad de una población llamada Armero, sucumbió bajo los ríos de lodo que produjo una pequeña erupción al derretir las nieves,  que como lenguas demoníacas, fueron arrasando todo a su paso. 

     Pero el destino quiso que conociera a Omaira. Yo, y millones de personas, pudimos verla durante tres agónicos días como si fuera una indefensa florecilla silvestre que, arrancado su tallo de cuajo, se iba marchitando a ojos vista, a través de la tele. Aquella niña de trece años, atrapada por los escombros de su propia casa y sumergida hasta el cuello por el agua, pedía ayuda y nadie podía ayudarla. Pensaba en la escuela, cosas de niña, pero nadie podía ayudarla, y aquellos que tuvieron en su mano los medios para intentar su rescate, la dejaron allí, abandonada, apagándose lentamente ante millones de espectadores, ante las cámaras.
     
     Quién sabe, tal vez de nada hubiera servido, pero qué carajo, estaba viva, sentía, hablaba, nos miraba... Yo tenía casi su misma edad, viví su tragedia y nunca podré olvidarla. Los miles de fallecidos en aquel desastre también tienen nombres, pero ninguno habló desde su tumba, sólo ella, y por eso no puedo olvidarla.
     
     Se llamaba Omaira, y su lenta agonía y su triste muerte fue televisada.



Ana Tomás García
@anniebuonasera

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